
El pasado día 8 de Abril, mi padre Ángel Arias, falleció a los 74 años de edad. Quería expresar el orgullo, la gratitud y respeto que siento, desde el abismo insondable del cariño perdido, sabiendo que nada podrá reemplazar esa pérdida, aunque seguro que él querría que nos prestemos esa atención los unos a los otros, para mantener el equilibrio.
No voy a hablar mucho de la enfermedad, bastante espacio ha ocupado ya en nuestras vidas. El cáncer no es una lucha, es una convivencia cruel, con un monstruo que te lo va arrebatando todo. La lucha crea una exigencia en el paciente y bastante tienen con estar en la mierda. Lo que no consiguió el monstruo fue quitarle a mi padre la dignidad, ni las ganas. Bueno era él.
Incluso en los momentos más duros, daba lecciones a los doctores sobre los estudios clínicos experimentales que había leído en alguna revista americana o se ocupaba de regalar un libro de «Sonetos desde el Hospital» a sorprendidas enfermeras o pacientes.
El cáncer reforzó más aún, si cabe, su cruzada por la trascendencia. Por entenderlo TODO, implicarse a conciencia y explicarnos un poco el mundo y marcar las fronteras entre lo que está bien y lo que está mal, con su ejemplo.
Hemos tenido un padre que lo hacía todo bien, con un ordenador cuántico por cerebro y una aproximación renacentista a las artes y las ciencias. Autor de varios libros de prosa y poesía, pintor prolífico, bloguero perseverante, ensayista políglota, encarnizado defensor de los ingenieros de minas, abogado, doctor en economía, pescador, cazador de fotos de pájaros, micólogo y micófago. Y filósofo. Mi padre fue un Leonardo da Vinci entre siglos, entre lo analógico y lo digital.
Javier González Canga, gran amigo de añares de mi padre, nos dijo en una cena hace años, que siempre pensó que sus hijos estudiarían a Angel Arias en el colegio. No ha sido así, y no sé si mis hijas o nietas estudiarán a su abuelo en la escuela algún día, aunque seguro que lo harán en casa.
Papá ejercitó a diario una mente que ya era superlativa, como el músculo de un atleta, dirigiendo su pasión irrefrenable y dedicación obsesiva a tareas tan diversas como estudiar la carrera de derecho por la UNED en tres años, mientras trabajaba, hacer moscas para pescar con decenas de plumas y colores o aprender chino en el metro. Y siguió hasta el último día, venciendo a la morfina. Me ayuda mucho ahora, imaginarme a mi padre en su despacho, rodeado de libros y papeles desordenados, enfrascado en una de sus aficiones, como si no hubiera nada más en el mundo. Y huele a pipa en esos recuerdos, aunque estuviera apagada.
Nuestro padre fue un consejero altruista de muchos, en momentos clave de su vida, con su influencia tranquila, su cordialidad y su valoración ecuánime de las cosas. Apostando siempre por las lealtades, la justicia y la importancia de la moralidad en las decisiones, como un imperativo categórico que no depende de las circunstancias, sino de uno mismo. Aunque vengan mal dadas.
Mi padre se lanzó siempre con decisión a nuevas aventuras profesionales y personales. No siempre con éxito. Y si no se hubiera arriesgado mi padre, no habríamos disfrutado cada Nochevieja de un estupendo Protos del 74 para acordarnos del fallido del negocio de importación de vinos españoles a Alemania de los ochenta. O no tendríamos tan claro cómo no montar un restaurante. Papá nos ha empujado a ser mejores en lo que hacíamos, sea lo que sea, y dejar huella.
En casa, nunca importó demasiado suspender una prueba o fallar en algo, porque el baremo del éxito estaba asegurado por el apoyo de nuestros padres. Estoy seguro de que he sido emprendedor porque sabía que mi padre siempre estaría en mi esquina, esperando y animando.
Me esforzaré ahora en transmitir a mis hijas el mismo apoyo incondicional, para que sepan seguir sus pasiones y que no pasa nada por arriesgar y equivocarse, sobre todo cuando eres joven. Aunque pueda parecerle que ya eres mayor a un niño, absuelto de todo don y sin herencia precisa, sin cosa suave que te acoja en la caída.
La gente le adoraba. Sus nietas por supuesto, sus padres, sus sobrinos, sus hermaninos del alma, los amigos de la infancia, o los que fue encontrando en tantos lugares y momentos. Mi padre tenía un carisma particular que hacía que fuera en una reunión familiar en el Rozo o en una tertulia, cuando hablaba, todo el mundo escuchase. Y desde esa atalaya se ocupaba de dar voz y respeto a todos los presentes. Entregó su tiempo y conocimientos para otros y vaya si ayudó a los demás. Entre otros, a los ingenieros de minas, a los enfermos de cáncer a los que donó las ventas de su libro, a los amigos a los que ofrecía asesoría legal pro bono, a los lectores que entendieron cómo tratar a un enfermo con algo de humor o se animaron con sus poesías y conferencias.
El cáncer no es una lucha, pero esta historia sí que tiene épica y tiene héroes. El primero, él, mi padre, con su presencia incontestable, con su capacidad para dar un paso hacia atrás y ver las cosas en perspectiva. Pero también la Doctora Alonso y su equipo del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, con su dedicación, conocimientos y ganas de apostar por la vida aunque cueste. Y sobre todo, mi madre. La mejor compañera que ha podido tener Papá durante casi cincuenta años, la fuente de inspiración de su arte y el pilar sólido, hercúleo sobre el que ha podido, hemos podido, alcanzar tanto.
Decía Silvia Murias, cómo Angel y María Jesús habéis estado presentes en su vida como una parte muy importante de lo que ella es ahora. Un referente como pareja, en muchos aspectos educativos, saliéndose del molde social de una manera maravillosa.
Mi madre ha vivido puertas para adentro la parte más difícil de este viaje, pero también hermosa en su intimidad, cuidando y cuidando, con mucho miedo y siempre con esperanza. Sin perder la sonrisa y la capacidad de hacer las cosas como tienen que ser hechas, incluso las más pequeñas. Gracias mamá.
Me consume la rabia e impotencia, porque tenías carrete para muchos otros retos, Papá, porque tus nietas no han tenido más tiempo para crecer contigo y a tu lado. Nos toca ahora, en esa búsqueda de trascendencia, ser albaceas de sus enseñanzas, transmisores de esa visión abierta y generosa de un mundo que recompensa el trabajo y el respeto por todo y por todos. Un mundo mejor.
Me siento mejor esposo, mejor padre, cuando recuerdo cómo nos guiabas con ternura, cómo querías a mamá y el espectacular proyecto que habéis construido juntos. Y ya te estoy echando, abrumadoramente, de menos, y me preguntaré que opinarías de las cosas que me pasan, todos los días.
Dentro de 100 años, algún sociólogo del futuro que busque entender la loca realidad de nuestro mundo entre siglos, encontrará Alsocaire, su blog, con cientos y cientos de textos lúcidos, divertidos y afilados, se reirá con los comics del antihéroe Linkweak, disfrutará de poesías y dibujos, leerá los cuentos para pre-adolescentes y tendrá, de golpe. todas las respuestas.
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